Juro que esto que voy a contaros es verdad. No se trata de
ninguna leyenda urbana; no le pasó a alguien que conoce al amigo de un amigo.
Esta es la historia de lo que le sucedió a mi hermana Miranda y yo fui testigo.
Fue a finales de octubre. Habíamos quedado como
todos los domingos con nuestros amigos a la hora del aperitivo. Casar del Río,
nuestro pueblo, se iba pincelando con colores otoñales aunque el sol brillaba,
reticente a abandonar el estío e invitando a ocupar las terrazas que se alinean en la ribera. Pronto nuestra
mesa se llenó de vinos, botellines y tapas mientras hacíamos gala de nuestro
buen humor riendo y contando las anécdotas de la semana. Y de repente apareció como por ensalmo. La vieja gitana con su cara oscura, su
moño greñudo y su verruga en la barbilla. He de decir que es toda una
institución en nuestro pueblo, que aparece por donde vayas, con sus ramas de espliego que
te da a cambio de unas monedas. A Miranda siempre la sacaba de quicio y tan
pronto la veía le volvía la cara o la mandaba lejos echando sapos y culebras.
Esta vez, para evadirla, mi hermana sacó su móvil e hizo ver como que me
enseñaba algo pero antes de que la gitana se girara por completo Miranda en
décimas de segundo le sacó una foto. Con aire triunfal de futuro Pulitzer dijo –“Ya es mía. Ahora su alma me
pertenece”. Risas y aplausos. –“Chico,
otra ronda”.
El martes la llamé para ir de compras y me dijo que no se
encontraba bien. Le dolía la cabeza y estaba revuelta. –“¿todavía te dura la resaca, sister? Cuídate”. Pero el viernes fue ella quien me llamó diciéndome que se
encontraba muy mal, que estaba muy cansada y tenía pesadillas y fiebre. Corrí a
su casa. Corrimos al hospital. Cuando la vi me quedé sin palabras; había
como…menguado, sus ojos azules se tornaron oscuros y se hundían en su cara de
tez cetrina. Los médicos no sabían qué tenía, posiblemente algún virus pero no
le bajaba la fiebre y vomitaba sin parar una bilis verduzca.
Al segundo día, mientras dormitaba exhausta en un sillón del
pasillo el doctor me tocó el hombro suavemente y me dijo -“Lo
siento mucho. Su hermana ha fallecido”.
¿¿Queeé??. No podía ser. Lloré y lloré hasta no tener lágrimas. Una enfermera
me entregó sus escasas pertenencias en una bolsa de plástico: llaves, cartera y
móvil. Me dijo que ya estaba lista en el tanatorio. Mis amigos, que brindaran
con nosotras días atrás, me acompañaron ahora en mi dolor y al fin reuní el
valor suficiente y me acerqué. Aquella mujerona del domingo pasado yacía ahora
como un pequeño monito amortajado. Y ese grano en la barbilla (¿verruga?, no)
Mis ojos se detuvieron en sus manos juntas que sostenían…un ramo de esp l
IEGOO!!. Ahora lo comprendí todo. Cogí su móvil, fotos, venga, venga… Ahí
estaba. La gitana ahora con cutis claro y terso miraba con ojos azulados
directamente a la cámara con una sonrisa infinita que helaba la sangre. Ignoro
el tiempo que permanecí mirándola sin ver. Con dedo de autómata borré la foto.
Después todo se fundió en negro.
Tras concluir mi relato, el tribunal médico del Psiquiátrico
de San Carlos intercambió serias miradas de complicidad. –“Todo irá bien. No tienes que preocuparte por nada. Aquí estás a salvo.
Ahora descansa”. Sí que debía de estar mal porque a lo lejos, mientras me llevaban a mi habitación creí escuchar a The Carpenters.
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