viernes, 13 de diciembre de 2013

MI ÁRBOL DE NAVIDAD




Tal vez debería empezar diciendo que, actualmente, la Navidad sirve básicamente para dos cosas, a saber, gastarnos nuestras exiguas pecunias en más comida, más bebida, más regalos, más...y MÁS, pero sobre todo sirve para recordarnos el inexorable y feroz paso de El Tiempo (The Monster, como lo llamaba mi buen Terenci Moix) que se abalanza hacia nosotros cada año más deprisa. Parece que fue ayer cuando guardamos la parafernalia navideña y ya la estamos sacando otra vez. He de reconocer que cada año me da más pereza poner el árbol pero cuando abro la caja y contemplo todos los adornitos guardados con esmero (un tanto maniático por mi parte he de confesar)  siento una extraña regresión en el tiempo que me hace adornarlo con la misma ilusión y entusiasmo de la primera vez y voy colgando lentamente mis queridos enanitos, estrellas, renos, manzanitas, bolas, con parsimonia, saboreando cada momento...bueno y también la copa de cava que me bebo al mismo tiempo. Aunque, realmente no  hubo una primera vez en sí misma, ya que fui tomando parte de esta tradición de manera paulatina desde mi más tierna infancia.
 En los años 60 en España no era costumbre poner el árbol; casi me atrevería a decir que ni siquiera estaba bien visto. Una costumbre extranjera que venía a contaminar nuestras fiestas más entrañables. "Lo nuestro es el Belén y los Reyes Magos", decía la gente con cerrazón casi fanática. Doy gracias a que no había inquisición, que sino... Nos sentíamos un poco herejes, pero nos entusiasmaba, sobre todo a mi padre que con su excesividad casi infantil venía siempre por estas fechas con una rama de pino -entonces no vendían abetos- de casi dos metros que recibíamos con aplausos y alegría sin igual. Pronto mis hermanas casi veinteañeras se ponian manos a la obra y unían pequeños juegos de luces para hacerlos más grandes. La mesa del salón se convertía en un taller artesanal lleno de papeles brillantes, cartulinas, cintas de seda, pinturas, tijeras y pegamento y confeccionaban con maestría angelitos, paquetitos de regalo, lacitos, y un sinfín de adornos. Yo, apenas un mico, asomando mis ojos por la mesa, miraba ensimismada y pronto me atreví a hacer mis pinitos, nunca mejor dicho, aunque naturalmente no colgaran mis deformes muñecajos  en el árbol.
La obra concluía con unos copos de algodón colocados de manera casual. Tras nuestro ritual pagano particular, apagábamos las luces y entonces ese momento era algo realmente MÁGICO. Creo que es la sensación y el recuerdo más fuerte de toda mi infancia; eso y los regalos con los que Los Reyes Magos -aquí si que no había papanoeles que valgan-  llenaban todo el salón.
Aprovechémonos pues, oh amigos, con regocijo de estos inocentes deleites, no vaya a ser que en breve decreten el Impuesto de Espumillón. 
Feliz Navidad!!  
                                                                                                                                       

No hay comentarios:

Publicar un comentario