martes, 2 de febrero de 2010

EXILIO A LA DESESPERACIÓN

Cuando César Calleja llegó a su trabajo ese día, y le comunicaron su inminente despido, se quedó atónito. Veinticinco años de su vida se iban a quedar en esa fábrica de bombillas. ¿Qué iba a hacer ahora, a sus 56 años y sin más experiencia que la de hacer filamentos de lámparas? Presintió en ese momento que su vida iba a experimentar más cambios que los de Gregorio Samsa, el cucarachil protagonista de La Metamorfósis. En efecto, la situación era Kafkiana.
Pensó en su familia y en cómo se lo iba a decir. Pese a que su sueldo no era para tirar cohetes, nunca les faltó de nada, y es que su esposa Consuelo siempre fue buena administradora y hacía de un céntimo dos.

Sí, nunca les faltó de nada...hasta fueron de viaje de novios a Gandía a conocer el mar. Que felices eran y cuantas expectativas tenían!... Un fotógrafo les hizo una foto que, desde entonces lleva siempre encima, al igual que las de sus dos hijos, Jose Vicente -como su abuelo- y Laurita, su ojito derecho.

Precisamente, en su pasado cumpleaños, los tres le regalaron un billetero de piel donde guardaba las fotos... porque lo que es billetes... y menos a partir de ahora.

Cuando cumplió 16 años, Laurita entró a trabajar de aprendiz en la peluquería del barrio y Jose Vicente entró como vendedor de libros a domicilio a los 18. "Es imprescindible causar buena impresión", decía Consuelo; así que rompiendo la economía familiar, hubo que comprarle un traje. Era de saldo, mal confeccionado y de un color azul extraño, pero traje, al fin y al cabo. Cuando se lo puso el primer día, con una camisa y una corbata de su padre, Consuelo se emocionó y le despidió con lágrimas en los ojos. "Que guapo estás. Seguro que vas a vender mucho, ya verás!"

César se acostó aquella noche taciturno. No había dicho nada del despido. Al cabo de varias noches se levantó sigilosamente, dejándo en la mesa de la salita su DNI, la cartilla de la Seguridad Social, un sobre con su liquidación y una nota que sólo decía "Os quiero más que a nada en el mundo". Ya en la puerta echó un último vistazo a lo que había sido su hogar y salió cerrando la puerta tras de sí.

Estuvo vagando varios días. Las noches de finales de mayo eran agradables. En ese mundillo de los desheredados hay buenas gentes que te ayudan en lo poco que pueden, pero pronto aprendió que también proliferan individuos que, como hienas luchan en la selva de hormigón por cualquier migaja.

Los días pasaban y César solía pernoctar en un túnel que hacía de pasadizo entre dos calles. Compartía con sus amigos de fatigas los yogures caducados y el pan de ayer que a veces le daban
en algún supermercado.

Se acercaba la Navidad. ¿Cómo estaria su familia? Dios, cómo les echaba de menos!

Una tarde, se armó de valor y se encaminó hacia su casa. Esperó en la acera de enfrente. Llevaba un gorro bien encasquetado y una bufanda subida hasta los ojos. Esperó, esperó. Ya casi se iba a ir, cuando la vió. Su querida Consuelo. El pelo encanecido, mucho más delgada. Caminaba encorvada y arrastrando los pies. Portaba una raquítica bolsa de la compra y, desapareció en el portal.

Anduvo sin rumbo hasta que entró en los urinarios de un parque. Escuchó un grito ahogado y unas palabras incomprensibles. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz mortecina, pudo ver a una jóven amenazada por un tipo pelirrojo y grandullón. "Déjala ya", dijo sin pensarlo. El individuo se volvió y le dijo "no te metes dónde no ti yaman", mientras la chica huía. Entonces, el hombre le propinó un empujón y salió de allí. César rebotó en la pared y cayó de culo manchándose las manos con el limo viscoso del suelo. Se levantó y abrió el grifo de un lavabo que aguna vez fuera blanco, pero no tenía agua. Se miró en el espejo roto y turbio y un extraño le devolvió la mirada primero sorprendida, luego cansada y por último de un denso reproche.

Cuando salió de allí, era de noche cerrada y había empezado a nevar. Copos grandes y esponjosos empezaban a cuajar en el parque. Miraba los bloques de pisos. Todos diferentes, todos iguales. Siempre le gustaba imaginarse quienes vivían allí. Estaría una familia cenando una humeante sopa de picadillo como las que hacía su Consuelo? Una tripa le rugió. Buscó refugio junto a unos setos, cubriéndose con unos periódicos y un trozo de cartón de un contenedor y se acurrucó lo mejor que pudo. La respiración se congelaba en el aire. Cerró los ojos apretándose la cartera de piel con las fotos contra su pecho. Intentó llorar, pero el viento glacial le congelaba las lágrimas antes de salir. Pensó en su madre. Seguramente, cuando le tuvo en sus brazos por primera vez, no hubiera sospechado que destino le aguardaba. Ella le contaba que le puso de nombre César como los grandes emperadores romanos. Menuda paradoja; César Calleja, el soberano de los callejones.

Le costaba trabajo pensar. Ya no tenía frío. Una luz intensa, como el sol de la playa de Gandía lo cubría todo.

EPÍLOGO
Cuando al día siguiente dos municipales buscaban alguna identificación y vieron la cartera de piel se dijeron "mira que cartera más maja. Y es buena. A saber de dónde la sacaría el pobre diablo".

2 comentarios:

  1. Me ha sobrecogido este breve y triste relato. Me parece de una calidad narrativa visual increible. Mi más sincera enhorabuena Mádere.

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  2. lástima que una lectura tan enriquecedora deje un sabor tan amargo, sigue publicando por favor

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